El
otro día fui a un concierto de Quique González en San Cristóbal de La Laguna.
Absténganse La Laguna y Santander.
Fue
puro azar encontrarme el día anterior con él en la cola del vuelo de Ryanair de
Madrid dirección Los Rodeos. También fue puro azar asistir al concierto.
Por
eso todo me parecía una mezcla de pan y clonazepán, una especie de crimen
perfecto, una moneda con dos caras, o las dos caras de la misma moneda,
como una mezcla de Vega sin Antonio, o de Quique con Enrique.
El
concierto tuvo formato acústico, con dos guitarras, una armónica y una voz, por
aquello del exceso de equipaje y la teletienda de Ryanair, supongo. El
repertorio fluía del escenario al patio de butacas y al revés, sin más norma
que la que procede de la física y la química.
Yo
pasé un rato inolvidable desde la primera fila del Teatro Leal, que se numeraba
en mi entrada como ‘fila 2’, no sé si para añadirle encanto o para quitarle
superstición al teatro.
Y
es que, a veces, las canciones de Quique te dejan entrar en otras canciones, o te
permiten encontrar fácilmente lo que no buscabas. A mí me suelen conducir al
encuentro con la libertad, como si estuviera abrazado a Juana la loca, o como
si me reencontrara con la soledad de Felipe el hermoso.
SiempreQuique
SiempreVega