martes, 1 de noviembre de 2016

A mi abueli

Mi abuela Asunción se apellidaba de primero Tárrago, y de segundo Córcoles. Era sólo una manera diferente de presentarse al mundo.


Su biografía dirá que nació un 7 de febrero del año 1917, de hace casi 100 años, y que el 25 de octubre de 2016 ha terminado por irse, justo en el momento en que ya no tenía más fuerzas para vivir.


Supongo que un nieto que calza 46 largas primaveras no tiene mucho derecho a rebelarse contra la muerte de su abuela. O tal vez sí, porque para mí la vida siempre ha transcurrido sabiendo que todo empezó en Granada, y a mis años no pienso cambiar de opinión. Porque eso, afortunadamente, no lo cambia ni la muerte.


Decía mi hermana Asun estos días que el luto por su pérdida no había empezado todavía. Y tiene razón. Porque ahora mi subconsciente casi sólo recuerda a la abueli que saboreaba sus medicinas como si fueran licores de vida. Y tan convencida estaba de sus milagrosas propiedades sanadoras, que incluso recomendaba su pócima favorita, el stignol, a todo el que padeciera dolor, como si fuera una bendición llegada del más allá.


Una vida de 99 años da para muchas biografías, pero si yo tuviera que hacer la mía propia me quedaría sin dudarlo con su faceta de súper abuela, ésa que transforma a las personas unidas por el mismo cordón umbilical.


Y la recordaría en sus Alminares del Genil, o en su San Luis 32. La recordaría en la lancha de la playa de El Puntal, o volviendo de sus viajes a la India. O buscando el destino de las cuberterías de Tailandia. O en su asociación de viudas, con su inseparable Juanita, a punto de ser centenaria también. En su querida Graná.


La recordaría con su impecable pelo de plata. Metida entre secadores en la peluquería. Con su Diez Minutos entre las manos. O en la primera fila del concierto de Raphael. O con el bono de verano para el Festival de La Porticada de Santander.



La recordaría como la fiel viuda del abuelo Paco. Como la matriarca del Cortijo. Y la recordaría, sobre todas las cosas, con las botas puestas hasta el final.


Porque mi abuela nunca presumió de ganarse el pan con el sudor de su frente. Quizá porque pensaba que la justicia es sólo una ilusión humana. Pero solía decir las verdades como puños, sin que se le alterara el pulso. Por eso, cuando pienso en ella, siempre me acuerdo de un viejo conocido mío al que le gusta guardarse las cosas para sí mismo.


Con su muerte cobra todo su sentido la manida frase del 'descanse en paz'. Porque todos buscamos alivio y una cierta paz en la idea de morirnos. Es como hacer definitivamente las paces con la vida. Y ella se ha ido rodeada de cariño, de sus hijos y familiares más queridos, cogida de la mano de mi madre, como siempre soñó despedirse.


Y aunque su esquela no lo diga expresamente, ahora nos deja a todos con ganas de llorar, y un gran vacío que no queremos cubrir. Porque en su existencia había mucho de todos nosotros y, en la nuestra, lo que hay es casi todo de ella.


Ya sólo me queda despedirme y decirte que te vamos a echar mucho de menos, Abueli.