Me entero por la radio del fallecimiento de Emilio Cañil,
fundador de Discoplay, posiblemente la empresa que más hizo por difundir la
música durante el posfranquismo. Murió hace diez días pero no he visto
obituarios en la prensa de papel. No debería sorprendernos: en vida, tampoco
tuvo reconocimientos.
Supongo que son los inconvenientes de trabajar de
mercader de melodías, como le denominó Ceesepe en un dibujo. ¿Le hubiéramos
despedido mejor de haberse consagrado durante cuatro décadas a comercializar
cine o literatura? En realidad, aparte de discos, Discoplay vendió libros,
películas, carteles y mil objetos más. Cierto que, en España, sólo hay un
personaje más sospechoso que el empresario triunfador: el empresario que
fracasa. Y Cañil fracasó gloriosamente. Con la implantación de las grandes
superficies, intentó transformar su imperio de venta por correspondencia en una
red de tiendas; incluso pretendió reciclar un cine madrileño en desangelada
megatienda. Protagonizó aventuras tan quijotescas como abrir una sucursal en
Moscú. Sentimentalmente zurdo, Cañil realizó alucinantes trueques con la Rusia
de Yeltsin: Discoplay terminó ofreciendo violines y otros instrumentos salidos
de factorías ex soviéticas.
Largo camino desde sus inicios en El Rastro.
En la prehistoria de la movida está la tienda en Los Sótanos de la Gran Vía.
Veníamos de una etapa de escasez -de música, de información, de contactos- y
aquél era un punto de encuentro que presidía un Emilio jovial. Un recuerdo
personal: él me presentó a Jesús Ordovás, ya entonces una leyenda en
el underground hispano por sus temporadas en San Francisco y
Ámsterdam.
La gran creación de Cañil fue su boletín. El BID era maná para
masas de melómanos que no tenían acceso a una tienda de discos (o que preferían
los precios de Discoplay). El mero hecho de figurar en aquel catálogo creaba una
demanda para músicas marginales: a pesar de su fealdad funcional, ejercía de
medio prescriptor. Llegó a tener tiradas superiores al millón de ejemplares; su
poder era extraordinario.
Otros se hubieran conformado con consolidar su
negocio. Emilio se metió en mil fregados como divulgador cultural. Vendió
entradas de conciertos, cuando ningún gran almacén o entidad bancaria aceptaba
asociarse con el rock o los cantautores. Coeditó una extraordinaria colección de
discos procedentes del archivo de Folkways e incluso publicó textos del
ajedrecista Gari Kaspárov o una biografía de Brian Epstein. Apoyó a las
independientes del pop y cualquier aventura atípica. Su respaldo hizo posible
Linterna Música, el sello que se atrevió a grabar a Carles Santos, Orquesta de
las Nubes, Clónicos y otras propuestas aún hoy inclasificables. Emilio era capaz
de emocionarse con unas grabaciones de campanas de monasterios ortodoxos... y
lanzarlas.
No se hacía ilusiones sobre el paladar estético de los
consumidores españoles. Todo lo contrario: "en Discoplay sabemos cuántos
guardias civiles siguen a AC/DC, cuántos seminaristas compran Alice Cooper y
cuántos gallegos consumen sevillanas. Todo correcto pero incluso nosotros no
podemos cuantificar la enormidad de horteras que hay en España".
Sobre su
carisma, no caben dudas. Cuando la primera de sucesivas crisis le asfixió, supo
agrupar a los acreedores alrededor suyo. Se tiende a relatar su declive como un
enfrentamiento con las multinacionales, pero tenía allí verdaderos admiradores.
La mayoría de sus empleados le fue fiel hasta el final, aunque le dolió la
escisión que desembocó en la cadena Tipo, orientada hacia el rock. Algunos de
los que trabajaron a su lado insisten en que Discoplay pudo ser la Amazon
española; él nunca aceptó esa equiparación. Reconocen que no le gustaba delegar,
que no aceptaba consejos, que carecía de paciencia para la contabilidad y los
impuestos, que tenía temperamento de jugador.
Quizás perteneciera a esa
estirpe que conocemos bien: los empresarios visionarios, capaces de materializar
las ideas más audaces pero que se aburren con el día a día de la gestión. Muchos
misterios en la trayectoria de Emilio Cañil: quién sabe cuál fue su particular
Rosebud.